¡Qué a gusto sentir las caricias de las burbujas y agua caliente del jacuzzi! En la cueva artificial del spa, rodeado de geodas empotradas en el cartón piedra, iluminadas de atractivos colores, toda la musculatura se relajaba y dejaba que los pensamientos volaran. Era mi lugar favorito para abandonarse. Lástima que el ruido de la máquina impidiera escuchar la música de fondo, hipnótica y relajante, que acompañaba todo el resort. Son los gajes de la tecnología, pensé; mientras, como sin querer, la mirada se desvió por un segundo. De súbito, allí estaba él, inmóvil e indolente, mientras mi sistema nervioso se ponía en alerta y daba un súbito brinco. Un hermoso lagarto verdinegro, por dimensiones casi una lagartija, o un perenquén, me daba la cola a un palmo de mi oreja izquierda. ¿Desde cuándo habíamos estado conviviendo? Recordé de pronto la cantidad de lagartos que habitan el norte de Tenerife, mimetizados entre sus rocas abruptas y sus tierras volcánicas negras. Son quizás los vestigios de los antiguos seres mitológicos que poblaban el Teide, los compañeros de vida de Guayota, el demonio que anida en sus adentros –o sea, sus dragones “escupefuego”, musité con sorna. A fin de cuentas, mi mente siempre ha estado más cerca de lo intuitivo y lo literario que de lo científico y biológico. Por eso, reconociendo mi ignorancia y usando un sentido del humor natural, me dirigí al bicho, que no me hacía ni caso; y cariñosamente le aleccioné a no acercarse al agua, tan caliente, tan llena de químicos, en un aparato concebido para el placer del cuerpo humano y no del animal. Mi tono era como si hablara a un niño muy pequeño, o a mi perro: agudo, cariñoso y amonestador. Por un rato, el perenquén no se movió, impasible ante mis palabras. Cuando no me lo esperaba, en un momento se dio la vuelta y me miró atentamente, levantando la cabecita. Dos agujas me taladraron en la penumbra, mientras sentía que la comunicación se había producido. Para mi asombro más genuino, se lanzó veloz al agua del jacuzzi y trató de alcanzar mi pecho. Cuando lo consiguió y lo sentí sobre mí, instintivamente lo recogí con la mano izquierda y lo deposité, mojado y altivo, al lugar de donde había partido. Estuvo un tiempo largo allí parado y renuente, mientras yo le acosaba con preguntas: ¿qué te pasó? ¿Acaso querías suicidarte? ¿Pero los lagartos nadan, no era que rechazaban el agua? ¿Querías quizás morderme, aplastarme como el ratón al elefante? No respondió nada. Con la misma altivez que demostró desde el inicio, cuando estuvo un poco más seco, reptó hacia las rocas de cartón y se escondió en sus hendiduras.

Cada vez que regreso al jacuzzi de la cueva no puedo evitar recordar este incidente, que tantas veces ha rondado mi cabeza. Con seguridad hubo un lazo entre el perenquén y yo, un hilo de comunicación íntima se estableció entre ambos. Nunca sabré, no obstante, la verdadera naturaleza de su origen. Ni yo hablo el idioma del lagarto, ni él tiene por qué entender mi lenguaje, mi afecto espontáneo e ingenuo, ni mi sorna. ¿Fue acaso un acto de violencia entre machos, combatiendo por un mismo territorio? Sin duda, él estaba primero, y yo no era más que un mero turista accidental. ¿Fue directo a morderme porque le estaba perturbando la siesta? A fin de cuentas, lo que yo quería probablemente era que me dejara tranquilo en la privacidad de la cueva, y él estaba en lo cierto. Pero, ¿y si por un momento el tono casi musical de mi voz cantarina hubiera producido un efecto de atracción? ¿y si se lanzó al vacío como el gato de mi vecino, que busca nuevas compañías, nuevos espacios zonales y no sabe de propiedad privada? Recordé de pronto el final de La vida de Pi, del canadiense Yann Martel, que estudiamos en mis clases universitarias. Y finalmente decidí quedarme con la hipótesis menos creíble o científica, más de cuento, pero que me hace sentir mucho mejor: la de la posibilidad de afecto entre distintos, frente a la ignorancia  que habita entre ambos. A pesar de la distancia de siglos de nuestras evoluciones, y de la obstinada sordera humana por todo lo que escapa a su limitadísima comprensión racional.

Juan Ignacio Oliva