Un corto paseo de apenas un par de kilómetros me lleva desde las orillas de uno de los enormes meandros que traza el río Ohio en el corazón de Cincinnati hasta Walnut Hills, donde, encaramada en un promontorio, se levanta una vieja casa de estilo neoclásico. Cuando Harriet Beecher Stowe (1811-1896) vivió en esa casa a mediados del siglo XIX, este suburbio ocupado ahora por gasolineras, bloques de apartamentos y servicios para afroamericanos (lo que incluye una peluquería que pone los pelos de punta: The Extravagant Hair Barber & Nails), era el campus del seminario calvinista Lane y el río Ohio era la frontera que separaba los estados del norte, abolicionistas, de los estados confederados, esclavistas. Cincinnati se llenaba cada día de esclavos fugitivos que una organización secreta, el “Underground Railroad”, se encargaba de trasladar hasta tierras más alejadas de la frontera, donde ya no operaban los cazadores de esclavos.

En el sombrío interior de la casa, uno imagina a la joven huérfana Harriet a primera hora de la mañana, con toda la pesadumbre del comienzo de la jornada de duro trabajo de ama de casa que le aguarda, o a la tenue luz de un candil, cuando se encuentra a solas en su alcoba, antes de acostarse, escribiendo con una letra minúscula, viendo quizás su reflejo en el cristal de la ventana que sacude ese gélido viento del norte que desde Canadá baja cada invierno hasta los Apalaches y que agitaba hace doscientos años los mismos nogales, entonces unos retoños como la anciana cuyo busto preside ahora, fuera de tiempo y lugar, el salón principal de la vieja mansión victoriana. Al contemplar sus manuscritos, casi podríamos escuchar el roce entrecortado de la punta de su pluma, que moja de vez en cuando en el tintero de porcelana. Los rasgos de la escritura de La cabaña del tío Tom, pergeñados ya por una mujer madura de 39 años que había parido siete hijos, son apretados, agudos y quebrados, unos trazos en los que creo reconocer una voz llena de convicciones y de ambición de vivir.

No existe ningún otro libro en la historia estadounidense que haya influido tan poderosamente el destino del pueblo americano en su período más crítico. No es que su autora se propusiera elevar con esta obra la calidad de la literatura americana, sino que simplemente escogió una realidad política -la esclavitud- que a su leal entender de cristiana sincera estaba devastando su país al destruir la piedra angular que sostenía el bienestar y la seguridad de la nación: el principio de igualdad y libertad. Partiendo de una convicción íntima y sincera, la crueldad e injusticia de la esclavitud, Stowe se lanzó a presentar al mundo un escenario realista, teñido de horror y de compasión por la raza negra tan vilmente explotada.

Tras su aparición como folletín por entregas en una revista abolicionista, The National Era, la primera gran novela estadounidense con un héroe afroamericano se publicó como libro en 1852, cuando Estados Unidos (junto con Brasil) era uno de los pocos países que seguía admitiendo la esclavitud. Solamente la publicación de El Origen de las Especies tuvo un éxito semejante: la primera semana se vendieron 10.000 ejemplares, y para fin de año se habían vendido ya 300.000. A finales de año el libro ya no era simplemente un superventas, era un fenómeno social.

La verdadera popularidad de La cabaña comenzó cuando llegó a los escenarios en versiones teatrales. En punto a suspiros y llantos, la señora Stowe y el tío Tom dieron ciento y raya a la Magdalena y a la Dolorosa juntas. Uno de los episodios culminantes del libro, el que cuenta la fuga de Eliza con su hijo en brazos y con sus perseguidores pisándole los talones, se convirtió en una escena fundamental del teatro norteamericano. Cuando se representó este episodio en el National Theater de Nueva York un observador contempló asombrado que todo el mundo, hasta los caballeros de la alta sociedad y los hombres que atestaban los gallineros, lloraban como niños. El tío Tom fue el mayor y más lacrimógeno personaje del siglo XIX, y llegó a superar en producción de llantos a la muerte de la pequeña Nell de La tienda de antigüedades de Dickens,y a la historia trágica que elcaballo Black Beauty narra en primera ¿persona? en la única novela de Anna Sewell (Azabache), dos clásicos coetáneos del subgénero lacrimógeno.

A Stowe no le preocupaba el estilo, amaba el melodrama y algunos de sus efectismos habrían hecho ruborizar a Corín Tellado, pero sobresalió entre el resto de los escritores de su época porque trataba el gran problema que estaba comenzando a dominar en exclusiva la política norteamericana. A ello se agregó el morbode que fuera una mujer –casada, además, con un clérigo- la que escribía acerca de atrocidades de las que, hasta ese momento, era impensable hablar. Los lectores dudaban de si era correcto que una mujer contara que a los esclavos se les desnudara para azotarlos, que las mujeres esclavas eran juguetes sexuales de sus amos, y que los propietarios de esclavos solían tener hijos de todos los colores.

Los efectos del libro al sur de la línea Mason-Dixon provocaron un revuelo de indignación: tanto la escritora como la obra fueron denunciados desde los púlpitos y los periódicos como absolutamente “anticristianas”. Un crítico del Southern Quarterly despreció su obra diciendo que se trataba de «las repugnantes desviaciones de una imaginación extraviada». Otro crítico afirmaba: «La enagua se levanta inadvertidamente y vemos la pezuña de la bestia debajo de la mesa».

En Estados Unidos, la creencia de que Stowe fue la responsable de la victoria de Lincoln en las elecciones de 1860 es un lugar común, y lo mismo se decía de la serie de acontecimientos que llevaron a la Guerra de Secesión. Cuando en 1862 el larguirucho presidente recibió a Stowe, una mujer que medía menos de un metro sesenta, en la Casa Blanca, le dijo: «Así que usted es la mujercita que escribió el libro que dio comienzo a esta gran guerra».

No parece, sin embargo, que las cosas fuesen tan simples.

Manuel Peinado Lorca

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