Una pareja de maluros australianos (la hembra a la derecha) un ejemplo de falsa monogamia. Foto

Que los machos son promiscuos por naturaleza mientras que las hembras son tímidas y recatadas, constituye un axioma tan extendido como falso.

Ciertos comportamientos humanos como la violación, la infidelidad conyugal y algunas formas de violencia (o de simple abuso) doméstico se consideran como rasgos adaptativos que evolucionaron porque los hombres, cargados de testosterona, son promiscuos, mientras que las hormonaS femeninas, los estrógenos, hacen que las mujeres sean sexualmente moderadas.

Esas suposiciones se basan, en buena medida, en la anisogamia, es decir, en las diferencias de tamaño y el supuesto coste energético de producir espermatozoides en comparación con los óvulos. Charles Darwin fue el primero en aludir a la anisogamia como una posible explicación de las diferencias entre hombres y mujeres en el comportamiento sexual.

La breve mención de Darwin se amplió finalmente a la idea de que debido a que los machos producen millones de espermatozoides baratos, pueden aparearse con muchas hembras diferentes sin incurrir en un coste biológico. Por el contrario, las hembras, que producen relativamente pocos huevos “caros” que contienen nutrientes, deben ser muy selectivas y aparearse solo con el “mejor macho”. Este, por supuesto, proporcionaría esperma más que suficiente para fertilizar todos los óvulos de una hembra.

En 1948, Angus Bateman fue el primero en probar las predicciones de Darwin sobre la selección y el comportamiento sexual masculino-femenino. Organizó una serie de experimentos de reproducción utilizando varias cepas puras de moscas de la fruta (Drosophila) con diferentes mutaciones como marcadores. Colocó el mismo número de machos y hembras en matraces de laboratorio y les permitió aparearse durante varios días. Luego contó su descendencia utilizando marcadores de mutación para deducir con cuántos individuos se había apareado cada mosca y cuánta variación había en el éxito del apareamiento.

Una de las conclusiones más importantes de Bateman, que consolidó el biólogo teórico Robert Trivers cuando formuló la teoría de la “inversión de los padres”, fue que el éxito reproductivo de los machos, medido por la descendencia producida, aumentaba linealmente con el número de hembras con la que se aparea. Por el contrario, el éxito reproductivo de las hembras alcanzaba su punto máximo después de que se aparea con un solo macho. Además, Bateman sentenció que esta era una característica casi universal de todas las especies que se reproducen sexualmente.

En otras palabras, las hembras evolucionaron para elegir a los machos con prudencia y aparearse con un solo macho superior; los machos evolucionaron para aparearse indiscriminadamente con tantas hembras como fuera posible. El problema es que los datos simplemente no respaldan la mayoría de las predicciones y suposiciones de Bateman y Trivers. Pero eso no impidió que el «Principio de Bateman» influyera en el pensamiento evolutivo durante décadas.

En realidad, tiene poco sentido comparar el coste de un óvulo con un espermatozoide. Aunque un macho produzca millones de espermatozoides para fertilizar a un solo óvulo, lo que es relevante es el coste de millones de espermatozoides frente al de un óvulo. Además, los machos producen semen que, en la mayoría de las especies, contiene compuestos bioactivos críticos que son muy costosos de producir. Como ahora también está bien documentado, la producción de esperma es limitada y los machos pueden agotar su reserva de espermatozoides.

Las aves han desempeñado un papel fundamental para disipar el mito de que las hembras evolucionaron para aparearse con un solo macho. En la década de 1980 se creía que aproximadamente el 90% de todas las especies de aves cantoras eran “monógamas”, es decir, un macho y una hembra se apareaban exclusivamente entre sí y criaban a sus crías juntos. En la actualidad, solo alrededor del 7% están consideradas monógamas.

Las técnicas moleculares modernas que permiten el análisis de paternidad revelaron que tanto los machos como las hembras se aparean a menudo y producen descendencia con múltiples parejas. Es decir, participan en lo que los investigadores llaman “cópulas extraparejas” (EPC) y “fertilizaciones extraparejas” (EPF).

Las tasas de EPC y EPF varían mucho de una especie a otra, pero el maluro australiano azul (Malurus cyaneus), un ave socialmente monógama, es un magnífico ejemplo extremo: el 95% de las nidadas contienen crías engendradas por otros machos y el 75% de las crías tienen padres ajenos a su supuesto progenitor monógamo.

Esta situación no es exclusiva de las aves: en todo el reino animal, las hembras con frecuencia se aparean con varios machos y producen crías con varios padres. Ahora sabemos, sin lugar a duda que, aunque generaciones de biólogos asumieran que las hembras eran sexualmente monógamas, eso no es cierto.

Los estudios modernos han demostrado que la teoría de que no hay ningún beneficio para una hembra “promiscua” no se cumple en una amplia gama de especies: las hembras que se aparean con más de un macho producen más crías. Entonces, ¿por qué los científicos no vieron lo que tenían delante de sus ojos?

Las ideas de Bateman y Trivers tuvieron su origen en los escritos de Darwin, que estaban muy influenciados por las creencias culturales de la época victoriana. Las actitudes sociales victorianas y la ciencia estaban estrechamente entrelazadas. La creencia común era que los hombres y las mujeres eran radicalmente diferentes. Además, las actitudes hacia las mujeres victorianas influyeron en las creencias sobre las hembras no humanas.

Los machos eran considerados activos, ardorosos, combativos, más volubles, evolucionados y complejos. Por el contrario, las mujeres eran pasivas, cariñosas, menos volubles, con un desarrollo equivalente al de un niño necesitado de protección paterna. Se esperaba que las “mujeres como dios manda” fueran puras, sumisas a los hombres, restringidas sexualmente y desinteresadas en el sexo, y esta representación también se aplicó sin problemas a las hembras de todos los animales.

Los prejuicios y las expectativas inconscientes pueden influir en las preguntas que hacen los científicos y también en sus interpretaciones de los datos. La bióloga del comportamiento Marcy Lawton y sus colegas describen un ejemplo fascinante. En 1992, eminentes científicos masculinos que estudiaban una especie de ave escribieron una excelente monografía sobre ella, pero quedaron desconcertados por la falta de agresividad de los machos.

Informaron de los enfrentamientos violentos y frecuentes entre las hembras, pero no le dieron mayor importancia. Los científicos esperaban que los machos fueran combativos y las hembras pasivas; cuando las observaciones no cumplieron con sus expectativas, no pudieron imaginar posibilidades alternativas o darse cuenta del significado potencial de lo que estaban viendo.

Lo mismo probablemente sucedió con respecto al comportamiento sexual: muchos científicos vieron la promiscuidad en los hombres y el recatamiento en las mujeres porque eso es lo que esperaban ver y lo que la teoría y las actitudes sociales les dijeron que deberían ver.

Para ser justos, antes de que se impusieran los análisis moleculares de paternidad, era extremadamente difícil determinar con precisión cuántos compañeros tenía realmente un individuo. Del mismo modo, solo en tiempos recientes ha sido posible medir con precisión los recuentos de espermatozoides, lo que llevó a la comprensión de que la competencia de espermatozoides, su asignación y su agotamiento son fenómenos importantes en la naturaleza. Por lo tanto, las técnicas modernas también contribuyeron a derribar los estereotipos de comportamiento sexual masculino y femenino que habían sido aceptados durante más de un siglo.

Además de todo lo apuntado, está la cuestión de si los experimentos de Bateman son replicables. Cuando repitieron los cálculos de Bateman utilizando exactamente las mismas cepas de moscas y la misma metodología, la etóloga Patricia Gowaty y sus colaboradores encontraron numerosos problemas metodológicos y estadísticos que no permitían respaldar ni sus resultados ni sus conclusiones.

La evidencia contraria, la evolución de las actitudes sociales, el reconocimiento de los fallos en los estudios de Bateman, que concluyeron con la asunción del preconcepto ampliamente aceptado sobre el comportamiento sexual entre machos y hembras, es objeto de un serio debate científico. El estudio científico del comportamiento sexual puede estar experimentando un cambio de paradigma. Las explicaciones y afirmaciones fáciles sobre los comportamientos y roles sexuales entre machos y hembras simplemente no se sostienen.

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