Últimamente he perdido el interés por todo. Lo único en lo que pienso es en la enfermedad de mi hermana, y en cómo soy incapaz de hacer nada. Admito que nuestra relación no ha sido intachable y hemos tenido choques, pero con lo que está sucediendo hemos sacudido las asperezas que solían distanciarnos. Somos tres hermanas, tres divinidades, y siempre hemos vivido debajo de un árbol situado en el centro del cosmos, donde realizamos nuestras actividades metafísicas. Sí, somos divinidades, pero no por eso con defectos y miedos distintos a los de los humanos. Recientemente ha empezado la enfermedad de una de nosotras, quizá hace unos quinientos años, y después de eso no es que haya muchos días buenos por contar.
La noche en que todo empezó trabajábamos en un cuarto, cerca de la cama en la estaba una pareja de humanos recién casada. La pareja hablaba quedamente, riéndose por momentos, cubiertos a medias con las sábanas. Por supuesto que no podían vernos. Nosotras tres, Skuld, Urd y yo, quien soy Verdandi, recitábamos una larga canción mientras hacíamos nuestra antigua labor divina: tejíamos los largos telares con figuras coloridas que simbolizaban el destino de cada hombre. Toda vida está registrada en los hilos que tejemos, y la figura que éstos cobran en el telar representan lo que le sucederá a lo largo de la existencia de los seres; si los hilos son cortos significan una vida breve, y si aparecen hilos dorados, es que tiempos buenos se presagian.
La razón por la que estábamos ahí fue porque Skuld, la responsable de ver el futuro —y es quien ahora está enferma—, tuvo que seguir los hilos de su telar, y éstos la condujeron inevitablemente hacia aquel cuarto. Le tocó perseguir los hilos, a pesar de no querer irrespetar la intimidad de los novios. Decidimos acompañarla mientras seguimos tejiendo: Skuld, tejiendo el telar del caballero de la cama; Urd, mi otra hermana, tejiendo los hilos correspondientes a la cocinera del primer piso, y yo, siguiendo cada hebra que definía la vida del mayordomo que dormía en la habitación contigua. Nuestra calma se estropeó cuando vimos que en el telar que estaba tejiendo Skuld empezaron a aparecer los primeros hilos negros.
—Éste hombre va a morirse de asfixia — nos notificó ella.
Nos miramos con alarma, suspendiendo nuestras actividades.
Unos segundos después el recién casado empezaba a gritar porque no podía respirar, y poco después moría apretando su cuello.
Algo se rompió luego de aquel suceso. Vimos cómo una pareja feliz se destruía, y dejaba a la esposa ahora viuda en una pena insoportable. Era injusto. Pasaba a menudo: cuando aparecían los hilos negros que avisaban el mal, nos correspondía seguir tejiendo. Desde ése día Skuld empezó a deteriorarse. Su trabajo es duro, pues discierne el futuro y siente por adelantado cada desgracia; mientras tanto yo que veo el presente, me mantengo joven y activa, y Urd, por otra parte, ve el pasado y puede decirse que también es feliz, salvo a su aspecto envejecido por sus visiones antiguas.
Hoy, mientras miro a Skuld en la cama, trato de resistir la pena. A nosotras todo ser nos respeta, incluso el mismo Zeus, y nos miran con temor porque visionamos todo. No saben que estamos igualmente llenas de miedo. Nuestras manos empiezan a tejer inevitablemente por órdenes superiores del universo. No podemos controlarlo. Ella ha caído enferma, llena de martirio, incapaz de vivir reposadamente por todo lo que ve. Cada vez más aparecen gajos de hilos negros en los telares, las tragedias acrecientan. Ella ha visto en sus hilos que todo ha sido causa del humano mismo en contra de los otros y también en contra de la naturaleza, llenándose de males incurables, cánceres e infecciones. Son visiones que Skuld mira con asco y sufrimiento.
Mientras tanto, Urd y yo nos encargamos del cuidado de la casa. Traemos agua del manantial para alimentar el árbol bajo el que vivimos, y lo cubrimos de tierra húmeda para que fortalezca. Tratamos de mantenernos ocupadas para distraer nuestras penas; aunque a veces Urd, demasiado nostálgica, recuerda los días del pasado, cuando la tierra era más verde y las frutas sabían mejor. Hace unos días, precisamente, contemplamos con felicidad—emoción rara en estos tiempos— a una campesina que se sentó en nuestro árbol para matar los gusanos que roían las raíces. Ella viene siempre con su pequeño hijo. No traen agua porque es muy pesada para ellos, pero en la vibración de sus espíritus sabemos que están íntimamente comprometidos con la tierra. Siempre se llevan en sus bolsillos no sólo sus basuras, sino también las de otros. Esta vez, antes de irse, acomodaron una vela encendida cerca del árbol como ofrenda a los dioses. Urd y yo agradecimos, y tratamos de tejer días buenos en los telares de los dos, sobre todo en el del niño.
Entonces recuerdo que apenas yéndose aquella mujer y regresando a nuestros aposentos, descubrimos que Skuld empezaba ya a agonizar. No moriría, pero entraría en un estado de postración y congelamiento del que le sería difícil levantarse. Yo cerré sus ojos con una mano y cerré los míos con la otra, conteniendo mis lágrimas. Sin ella ahora sólo conocíamos bien el pasado y el presente, y luego de eso no sabíamos más; el futuro, un tiempo ahora desconocido, era ahora una mortal cláusula por cambiar. Antes de caer ella dijo su último presagio. Ya el dolor la amargaba, y por eso habló con rabia:
— El hijo de esa campesina morirá tan pronto como aquella vela se acabe.
Pero no estábamos dispuestas a permitir otra desgracia, y menos con aquellos preciosos seres. Urd corrió y le dio un enérgico soplo a la vela, la cual estaba apunto de consumarse. Corrió tan deprisa que aún humeaba cuando alcanzó a la mujer. Entonces le abrió las dos manos y se la entregó, y mirándola a los ojos le dijo éstas astutas e inolvidables palabras:
—Guárdala bien y nunca la enciendas hasta cuando tu hijo se hastíe de la vida◘
Carlos Enrique Menco Castillo