“En primer lugar existió el caos” y, después de muchas vueltas, la entropía prevalece.

Una de las primeras cosmogonías, esto es, uno de los primeros relatos del origen y el orden del universo es la Teogonía de Hesíodo. Autor griego, antiguo y sabio, Hesíodo recoge en su poema la leyenda de un momento en el inicio del tiempo cuando solo existieron el Caos y, a su lado, la ancha tierra. Espontáneamente creada como una singularidad mítica, Gea pronto demostró sus cualidades divinas engendrando a Urano, el cielo, y también las montañas y los mares, y un largo cortejo de dioses, diosas, y elementos de la naturaleza. Para ellos, y para los mortales, fue Gea una sede siempre segura.

Varios eones más tarde, allá por los años 70 del siglo pasado, el científico independiente James Lovelock contempló imágenes del planeta Tierra tomadas desde el espacio y se asombró de las diferencias radicales que esta presentaba con respecto a otros planetas, como Venus o Marte. La Tierra poseía una fina atmósfera de gases respirables, bullía de vida y era increíblemente hermosa. El equilibrio tan delicado, casi mágico, de los elementos que componían dicha atmósfera solo podía explicarse por la presencia de vida en la superficie terrestre… Su amigo el escritor William Golding le sugirió un nombre mítico para esta idea y, junto a su colega Lynn Margulis, Lovelock propuso la conocida “Hipótesis Gaia”.

La idea era –y es– que el comportamiento de la biosfera puede explicarse mediante la metáfora de la Tierra como un súper-organismo autorregulado. Un sistema que tiende al equilibrio con la finalidad, si creemos en una conciencia superior, y, si no, en cualquier caso, con el resultado, de mantener unas condiciones favorables para el desarrollo de la vida. Esta hipótesis utilizó un lenguaje mítico y poético para hacer llegar su mensaje al gran público y, aunque ha recibido numerosas críticas en el ámbito científico, ha sido capaz de influir en la conciencia ecológica hasta el punto de que gran parte de las políticas medioambientales que a día de hoy apuestan por la conservación de los ecosistemas tal y como los conocemos derivan en última instancia del poderoso mito de Gaia.

Quien crea que la Tierra es una madre nutricia, una buena madre que proporciona todo cuanto es necesario para la vida, que nosotros, sus hijos, hemos de cuidarla a ella y todo cuanto la habita, porque, en definitiva, la vida es sagrada… quien crea, digo, todo esto, sea de forma literal o figurada, encontrará en Gaia una sede siempre segura, una explicación al orden del mundo, y entenderá que es la acción del hombre la que destruye tan precioso legado, la que instaura la entropía en el seno, ya no tan seguro, de la madre Tierra.

Pero, ¿y si todo esto suena demasiado a new age trasnochado? ¿Y si la experiencia nos ha enseñado que la vida o, mejor dicho, la interacción de los seres vivos con el planeta, nada tienen que ver con la voluntad de una madre benevolente, sino más bien con la de una asesina? En ese caso, uno podría recurrir a la desasosegante “Hipótesis Medea” del paleontólogo Peter Ward, quien se sirve de otra figura mítica griega para postular que la vida multicelular es esencialmente autodestructiva y augurar un futuro en el que los mecanismos de reacción de la naturaleza serán cada vez más perniciosos para el hombre, el cual no debiera emplear su ciencia y energías en la conservación, sino en la intervención sobre los mecanismos de regulación de la atmósfera e, incluso, en la exploración de otros hábitats.

Si me preguntan con qué visión mítica de la naturaleza me quedo, diré que con el corazón en la mano es muy difícil no escoger a Gaia, pero que también es muy difícil no aceptar racionalmente a Medea. Y si me preguntan si no existe un camino intermedio, un modo de explicar los fenómenos naturales donde quepan el bien, el mal, la poesía y el mito, y, por supuesto, también la ciencia, responderé con otra leyenda y que cada quien escoja. Pues, para los científicos australianos Corey Bradshaw y Barry Brook, hay una figura mítica que explicaría mejor los procesos de creación y destrucción de la vida, y esta es la de Cronos: autor de la castración de su propio padre –metáfora del tiempo que devora sus hijos–, Cronos es, sin duda, un villano en el linaje de los dioses, pero también es el rey justo de una Edad de Oro en que la tierra proveía sus frutos sin necesidad de trabajo. En términos científicos, la hipótesis que lleva su nombre da cabida a una concepción más amplia de la interrelación de los seres vivos con la naturaleza, concepción donde extinción y evolución se dan la mano.

Sea cual sea la hipótesis medioambiental con la que nos quedemos, al final, la poesía y el mito no pueden separarse del conocimiento científico ni, mucho menos, de la transmisión del mismo. La metáfora de Gaia ha tenido la virtud de seducir mediante la fuerza de la imagen y persuadirnos de que la naturaleza es un tesoro que debemos preservar. Y esto es así tanto por motivos éticos y sentimentales, como por razones de índole práctica: los hijos de Gaia, Medea y Cronos tenemos una deuda moral con nuestros progenitores divinos y con el legado de esta naturaleza, lo mismo que con nuestros propios hijos a quienes estamos obligados a dejar un planeta, al menos, tan hermoso como el que hemos disfrutado; pero los hijos de Gaia, Medea y Cronos, también necesitamos un medio ambiente en el que podamos sobrevivir, una naturaleza amable, donde los mecanismos de respuesta del planeta –aunque inevitables– no pongan en riesgo la persistencia de unas condiciones óptimas para nuestra propia existencia. ¿Lo conseguiremos? No lo sé, pero mientras no tomamos todas las medidas a nuestro alcance, Gaia muestra un rostro vengativo, Medea y Cronos no tienen piedad para con sus hijos, y la entropía prevalece.

 

Helena González-Vaquerizo