Recuerdo aquellas noches de verano a la luz de las luciérnagas con cierta nostalgia. Los largos fines de semana pasados con los abuelos en el pueblo y, de regreso a casa, aquellos enigmáticos y acogedores gusanitos de luz, que nos daban siempre las buenas noches en los arbustos de una finca cercana a nuestro bloque de viviendas. Se había convertido en una costumbre casi familiar. Una vez resguardado el coche en el aparcamiento de la iglesia, bajábamos expectantes la cuesta hasta llegar a los arbustos en el que “nuestras luciérnagas” nos esperaban, como cada verano, con su cálida luz. De hecho, era la única luz que teníamos a lo largo de esos cien metros que nos separaban del aparcamiento hasta casa, eran nuestras estrellas danzantes.
Todo un espectáculo, cientos de puntos brillantes iluminando el camino. Casi mágico, o al menos a la niña que yo era entonces así me lo parecía. Quería llevarme conmigo a todas y cada una de esas luciérnagas a mi habitación. Como a todos los niños y niñas me horrorizaba la oscuridad, pero mi padre me decía entonces que si me las llevaba dejarían de iluminar el trayecto a otros viandantes de la zona. Que ellas tenían por misión mostrar el camino para que nadie se perdiera. Y yo, faltaría más, me lo creía. Así que les daba las buenas noches, y por supuesto las gracias, y caminaba un poco desilusionada a la cama. “La semana que viene volverás a verlas”, me decía mi padre. Yo debía tener por entonces seis o siete años…
Cuarenta años después todavía sigo pensando en aquellas mágicas noches de luciérnagas, como si aquellos gusanitos de luz me hubiesen acompañado desde siempre. Desgraciadamente, el crecimiento de mi ciudad hizo desaparecer aquellos pequeños arbustos y en su lugar levantaron una inmensa tapia de ladrillos para cercar la casa que, tiempo después, se construyó. La destrucción de su hábitat natural y la mortalidad causada por el continuo uso de pesticidas en nuestras ciudades y pueblos, así como el incremento de la iluminación artificial nocturna las están haciendo desaparecer de nuestras vidas. En la oscuridad de la noche, nuestras luciérnagas van difuminándose como la mayoría de los insectos. Y, sin embargo, son unas excelentes indicadoras biológicas sobre la salud ambiental de nuestro entorno.
Hoy, la luciérnaga no es más que una víctima de nuestro estilo de vida insostenible, y en mi antigua calle en lugar de mis queridos insectos ahora lucen tres impresionantes farolas con sus flamantes bombillas leds. Paradójicamente, las mismas bombillas cuya eficiencia ha sido mejorada gracias al estudio de estos insectos: inspirándose en la estructura de las escamas afiladas y puntiagudas de su abdomen luminiscente, los científicos de la Universidad de Namur en Bélgica han mejorado la eficiencia de un diodo emisor de luz (LED) en un 55 por ciento. La Naturaleza no deja de sorprendernos. Es increíble lo mucho que podemos aprender observándola cuidadosamente. Otro motivo más para cuidar y proteger a este pequeño animal.
Las luciérnagas deben permanecer con nosotros para iluminar la noche con su tenue luz, para despertar la curiosidad y la imaginación de otros niños y seguir transportándonos al mundo de la fantasía y los sueños. No dejemos que su luz se acabe apagando para siempre.
Montserrat López Mújica