La sinestesia es una figura retórica de gran fuerza y efectividad expresiva que mezcla sensaciones de distintos sentidos (oyen los ojos, aroma delicioso…) o bien asocia dichas sensaciones con sentimientos (palabras dolorosas, agria melancolía). Y, aunque no todos estemos familiarizados con este término, toda persona lo experimenta de un modo u otro a lo largo de la vida pues es precisamente al asociar de manera inconsciente sensaciones muy vívidas o al vincular estas a sentimientos llenos de fuerza experimentadas en determinadas ocasiones, cuando dichas experiencias permanecen indelebles en nuestra memoria como uno de los tesoros que vamos acuñando a lo largo de la vida y que nos configuran como seres humanos únicos e irrepetibles.
Cada ser humano posee vías propias de acceso a lo más recóndito de sí mismo, un camino único y personal que consigue, como ningún otro, emocionarnos hasta el límite, acariciar nuestra alma de una manera que el lenguaje convencional no siempre consigue. Para ciertas personas, son la combinación de acordes de una melodía concreta lo que les conmueve hasta las lágrimas sin saber muy bien el porqué; para otras una simple caricia puede romper barreras aparentemente inexpugnables y desbordar emocionalmente hasta límites insospechados; hay quien vibra en lo más profundo de su ser con las evocaciones que la belleza del lenguaje de un texto o un poema le provoca. Y, en este pequeño ensayo creativo, hablaré de un ejemplo en el que son ciertos aromas los que vuelven a hacer que cobren vida épocas o estados concretos de nuestra existencia, sensaciones intensas de sosiego, felicidad, esperanza o inquietud.
Si hubiera comenzado esta reflexión diciendo “la leguminosa ononix natrix nos retrotrae al pasado…” pocos identificarían a que me refiero y, sin embrago, estoy convencida de que hay muchísimas personas que, cuando pisan una playa del cantábrico, se sienten acogidas por ella gracias, en parte, a un olor inconfundible a vacaciones, a experiencias veraniegas, a mar, a todos esos momentos únicos, felices o no, vividos entre arenas similares.
Es valioso poseer este tipo de momentos preciosos, que van generando nuestros tesoros intangibles al conectarnos con nuestro yo más íntimo e invitándonos a reflexionar, a parar el ritmo externo de nuestras vidas cotidianas, a veces tan frenético, para encontrarnos con nosotros mismos y hacernos preguntas importantes que, a veces, son muy difíciles de contestar. Pues bien, este olor a mar cantábrico nos lo proporciona una humilde herbácea, la ononis natrix, perteneciente a la familia de las leguminosas, extendida por toda España, así como el sur, centro y oeste de Europa, norte de Africa y Mediterráneo. Dicha planta se ha adaptado a entornos muy diversos, desde las zonas montañosas (como Pirineos) a las tierras secas del sur de España (como la sierra de Ardales, Malaga) y son también muy frecuentes en los arenales costeros del Mediterráneo, formando parte de la vegetación de sus dunas. Podemos describirlas como plantas con hojas dentadas con tres foliolos y flores amarillas, que florecen de abril a junio, y que vienen siendo utilizadas desde la antigüedad con fines medicinales, dejando secar sus raíces al sol para molerlas después, con lo que preparar decocciones terapeúticas en el tratamiento de cálculos renales, nefritis…etc.
Pero, como sucede con tantas otras cosas, debemos aprender a mirar esos matorrales que pasan desapercibidos y que, sin embargo, poseen el valor incalculable de abrir las puertas invisibles que conectan con nuestro yo más profundo y real.
Y, cuando te acercas con una mirada abierta dispuesta a dejarte sorprender, descubres la belleza de lo sencillo en una humilde flor amarilla, el regalo de su fragancia inconfundible, el valor que todo, lo grande y lo pequeño, tiene en el ecosistema del que forma parte. En el Cantábrico, mi sitio, su olor representa para mí el sabor de mi mar y mis veranos, las vacaciones estivales familiares de la niñez, los baños al atardecer de un día cotidiano con mi padre, la sensación de libertad y expectación por lo que esos meses, donde el tiempo transcurría tan despacio, podrían depararme….
Aprendamos a mirar con ojos nuevos lo pequeño que nos rodea, a saborear oliendo, a sentir acariciando, a degustar con la mirada, en definitiva, a vivir con más intensidad si nos dejamos sorprender por la naturaleza fascinante, que siempre nos envuelve allá donde vayamos, incluso en su mínima expresión.
Bibian Pérez Ruiz