Confundida en el automatismo, me vuelvo torpe.
Sin perspectiva, arrastro mis pies al ritmo de un reloj ajeno e impuesto. Cuando mi corazón se apaga y mis ojos pierden facultades, entro en una dimensión yerma y cobarde.
Ya nada puede salir bien.
A punto de caer rendida y casi creerme las mentiras que apagan la vida, entonces apareces. Te veo.
Unas veces brillas en medio del césped de cualquier jardín urbano. Otras, pasas volando delante de mí, con ese halo de misterio con el que te soplé tantas veces de niña.
Con tu presencia, me recuerdas que existen muchos mundos dentro de éste y que no hay más norma que la de sentir amor por la propia existencia o por esta especie de ensoñación que es la vida… ¡Qué sé yo!
Sea lo que sea, necesito estar despierta. Quiero estar despierta.
Y cuando te cruzas en mi camino, eres capaz de transformar el absurdo de la prisa, en un momento de quietud para la veneración de este mismísimo presente.
Lo has vuelto a hacer.
De nuevo al encontrarte, he pedido un deseo y, con ello, me has devuelto no la fe, sino la certeza.
Mi horizonte vuelve ahora a conectarse con tu divina posibilidad de estar tanto enraizada a la tierra, como de volar alto en el cielo, portando los deseos de este mundo, habitado por autómatas sintientes.
Carmen Díaz Beyá