Revolotean los vencejos vespertinos bajo un sol poniente todavía abrasador. La lúdica indiferencia de la gente en las terrazas ni siquiera repara en tu decadencia, en el abandono municipal de ese cantero terroso que adorna la entrada del flamante centro comercial. Allí estás tú, magnolio, con un hilo de vida, sediento en medio de las otras plantas que ya has visto morir.  Durante mucho tiempo has sido testigo mudo de las idas y venidas de personas poseídas por el furor del consumo. Casi nadie te miraba entonces, y menos ahora, cuando tu apariencia amarillea por una sed infinita. Me siento a tu lado y como si quisieras hablarme, dejas que una de tus hojas enfermas se desprenda y roce mi mano. Sus manchas marrones están pidiendo ayuda a gritos. No hubiera podido dejarte así, solo y moribundo, en ese infierno de baldosas que queman como brasas vivas. Decido actuar y darte vida. Cada tarde, cuando refresca y los pájaros retornan con su música y sus juegos, te aporto el agua que nadie te ofrece. Pero no respondes. No parece que quieras seguir viviendo porque la tortura de las interminables horas de calor veraniego es casi insoportable. Aun así sigo en mi empeño, y al cabo de unas semanas parece que deseas retornar a la vida. Tu débil tronco vuelve a florecer y las hojas que han permanecido adheridas a ti ya no están enfermas. Has logrado renacer en ese medio hostil no apto para la existencia. Transcurren las semanas y tu mejoría es  palpable. Ni siquiera es necesario que te riegue a diario. Ahora te visito a cualquier hora del día, sólo para corroborar que vas bien. Los nuevos brotes dan fe de tu recobrada salud, de una alegría verde que  ilumina la tristeza que se desprende del cemento que te rodea. Muchas personas se sientan a tu lado, pero no son conscientes de que te has recobrado, tampoco lo eran de tu enfermedad. Claro, no eres más que una planta, un arbolito insignificante que  no tiene ningún valor al lado de esas flamantes compras que les ciegan o sacian por un instante su vacío existencial. Hay quien incluso te agrede de manera gratuita, por diversión o por afán destructivo. No obstante, tú sigues en pie, resistes. Mas ni tú ni yo sabemos que tu suerte  se está jugando en los despachos que irracionalmente deciden cómo amueblar el entorno urbano. Esas mismas mentes que hace nada aprobaron el presupuesto para que ornases las idas y venidas de los transeúntes, deciden de un plumazo que el decorado que diseñaron para ti es ahora un estorbo o está pasado de moda.

Era un día más del verano. No era mi intención visitarte por la mañana porque tenía muchos trámites en otra parte de la ciudad. Sin embargo, para ir al centro, me desvié expresamente del camino más recto. Aparqué el coche. No pude resistir la tentación de pasar a saludarte. ¡Qué elección más acertada! ¡Qué intuición tan profunda me condujo hasta ti! ¡Lo que vi me horrorizó! Una inmensa grúa estaba desmontando el enorme macetero que albergaba tus raíces y el operario se disponía a arrancar tu cepellón con los poderosos dientes de la máquina. Le detuve y le pregunté cuál iba a ser tu destino. Me respondió diciendo que irías a parar a la escombrera municipal. Me quedé sin voz. La cara que puse debió de conmoverle porque detuvo la máquina y me dijo: “Si Usted lo quiere se lo puede llevar”. Acepté sin dudarlo.  Decidí que irías a vivir a mi jardín. Tu traslado fue toda una odisea porque apenas cabías en la parte trasera del coche. Logré colocarte como pude y recorrí los casi treinta kilómetros de distancia hasta mi casa con una puerta medio abierta. Te costó adaptarte a la nueva tierra, a dos crudos inviernos en el campo, a los nuevos calores estivales…..pero aquí estás, rodeado de pinos,  luciendo tu verdor y ofreciéndome regularmente tus grandes flores blancas de suave perfume aterciopelado.

Teo Sanz